Oda al efectivo

Solo quedó lo básico: el efectivo en el bolsillo y la humanidad en los gestos.
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Joan García Almeda

Lunes 28 de abril. 12:30 h. Sorbo mi café cuando noto que el móvil no carga.

—¡Qué raro! —pienso…

Como ya llevo un buen rato sentado, decido que ya es hora de volver al trabajo, no sin antes darme cuenta de que también se ha ido la luz de la cafetería.

—Creo que ha ocurrido alguna otra vez —me digo, tratando de justificar lo que pasa.

En la calle, los semáforos durmiendo y mi oficina a oscuras.

—¿No hay luz en la ciudad?

Los demás han dejado de trabajar. Sorpresa: el wifi funciona. Me conecto a Twitter (le sigo llamando así). No hay luz en toda España.

—Tengo que volver a casa cuanto antes.

Me dirijo a la estación de tren. Bajo las escaleras y, en paralelo, una mujer algo mayor y corpulenta está sentada en las escaleras mecánicas.

—¿Está bien?

—¡Sí, es que se ha ido la luz! —me contesta alegremente mientras despega la cabeza del móvil.

Trato de no hacerme muchas preguntas, y al llegar abajo: oscuridad. El revisor me dice que no hay trenes.

—¿Algún autobús que me pueda llevar a casa? —pregunto sin mucha fe.

—Sí —y me indica dónde.

Vuelvo a salir al exterior y la mujer que acampaba en las escaleras mecánicas está recuperada y me da las gracias por preocuparme.

Me oriento y me dirijo a la estación de bus. Al llegar, me doy cuenta de que lo he perdido.

—Qué mala pata —pienso.

Decido esperar una hora hasta el siguiente. Pero me surgen otras muchas preguntas…

—¿Y si no hay siguiente? ¿Y si va lleno?…

De repente, la voz de una señora, asegurando que en Portugal y el sur de Francia tampoco tienen luz, me despierta de mis pensamientos.

Otra señora se me acerca y me dice que necesita hablar con su hermano, ya que hoy lo operan del corazón. Está preocupada, normal. Le intento calmar diciendo que los hospitales tienen generador.

Al cabo de unos minutos veo cómo mi amiga de las escaleras mecánicas llega también a la estación de buses.

—¿Me estará siguiendo? Qué chorrada. ¡Si es entrañable!

Al cabo de un rato decido ir a buscar un taxi. Veo que pasa alguno, pero no se paran, hasta que uno decide ser un buen samaritano.

Se para y me dice:

—¿A dónde?

—A casa —contesto.

—¿Está difícil el tráfico?

—Más o menos —contesta.

—¿Quién debe haber sido?

—Putin quizá —contesta él, preocupado.

Y yo le contesto acusando a otro país sin mucha idea.

Cuando estamos a medio camino, ya en la autopista, se me enciende la bombilla (cosa rara en ese día).

—¿Aceptas tarjeta?

—Hace un rato me ha funcionado el datáfono.

—Perfecto —contesto aliviado—. Y si no, bizum —remato.

Llegamos a casa. Y la tarjeta no funciona. Otra vez… Y otra. Nada. No va.

—Voy a probar de enviarte el dinero al móvil.

Nada. No va nada.

Sin saber muy bien quién había en casa digo:

—Dejo la mochila (completamente vacía) aquí y cojo efectivo en casa (no creo que tenga).

Llego a casa y mi familia tan tranquila, haciendo vida normal. Creen que la incidencia es solo algo de algunas calles o del barrio. Y antes de explicarles por qué he venido en taxi a casa, pido dinero a mi hermana.

Ella, que le pagan las clases particulares en metálico, tiene. Y bastante. Mucho más del que imaginaba.

Cojo el dinero. Voy al taxi. Le pago. Me da el cambio. Me recuerda que tengo la mochila en el coche. Y me quedo pensando toda la tarde en la importancia del dinero físico.

Entiendo su valor. Agradezco a mi hermana que me lo haya dejado. Y me pregunto si los padres que pagan en efectivo a mi hermana, por las clases, lo hacen por practicidad o  porque aún reconocen un bien en él.

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