El pastorcillo despistado (II)

Una aventura en cuatro capítulos pensada para iluminar tu Adviento
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Joan García Almeda

Así que después de haber dejado a las 12 ovejas restantes en la parte trasera de la casa y sin que nadie la viera, huyó como pájaro al monte, no en busca de nada, sino para esconderse de sí mismo.

Después de un buen rato andando entre los arboles sin ningún rumbo, y agotado, decidió sentarse debajo de un pino que encontró. En un primer momento, Nathan se dio cuenta del buen día que hacía y de la belleza del sitio donde se encontraba. Desde el elevado lugar, contemplaba: el verdor de las copas de los arboles, el zigzagueante caudal del rio, los pájaros planeando sobre el lugar y el sol que calentaba tímidamente durante esa mañana de diciembre.

Pero de pronto, la angustia vital y la presión en el pecho volvió sin pedir permiso. Los pensamientos intrusivos y de culpabilidad le rodearon de nuevo. Y, como si le atravesara una tormenta repentina de verano, se inclinó hacia adelante, llevó los brazos sobre la cabeza, pegó la frente contra las rodillas y cerró los ojos. Pero a pesar de esa postura de seguridad la voz interior seguía acusandolo. De nada servía. El enemigo no era exterior ni visible. La voz seguía acusándole y poco a poco se iba desesperanzándose más. Era una sensación de agobio que jamás había experimentado. Y cuando ya no sabía que hacer. Cuando se sentía como si tuviera enemigos delante y detrás, Nathan, de forma espontanea gritó:

– ¡Señor, ayúdame!

Y en ese preciso momento, y sin saber muy bien porqué, la voz se calló. El sentimiento de congoja y agonía se esfumaron. Y sin entender mucho, el joven pudo volver a contemplar la belleza del paradero en el que se encontraba.

Después de un buen rato, y cuando ya se había repuesto del extraño suceso, como por golpe de gracia, Nathan pensó:

– Ya se. Iré tras la oveja perdida y seguro que, si la encuentro y la traigo a casa mis padres, como mínimo me perdonaran.

De este modo, Nathan se puso en marcha. Y empezó a recorrer todos los senderos de la zona. Pero las horas pasaban y el frío y el cansancio iban en augmento. Nathan se percató de cómo el sol estaba a punto de ponerse. Y cuando quiso darse cuenta, el chico, no sabía donde estaba. Se encontraba en un lugar en el que jamás había estado antes. Aunque quisiera ya no podía volver a casa. Y en ese preciso momento, el desánimo volvió. El anochecer estaba al caer y las temperaturas de la zona amenazaban en caer en picado.

Se forzó a andar un rato más, para no enfriarse, pero al cabo de un buen rato, y ya casi a oscuras, Nathan se paró. Decidió recostarse cerca de unas pierdas. La oscuridad le había atrapado y él ya no sabía que hacer. Empezó a soplar un viento gélido que le hizo tiritar. Y muerto de frío y mientras un par de lágrimas descendían lentamente por su mejilla, el volvió a suspirar:

– ¡Señor, ayúdame!

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