El experimento de Milgram

La autoridad tiene un poder formidable sobre nuestras decisiones, y es vital cultivar una conciencia crítica que nos permita cuestionarla cuando entra en conflicto con nuestros principios éticos.
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Gonzalo Michavila Fernandez

En 1961, a raíz del juicio del criminal nazi Adolf Eichmann, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram se propuso investigar hasta qué punto las personas comunes serían capaces de obedecer órdenes que entraran en conflicto con su conciencia. Su experimento, realizado en la Universidad de Yale, se convirtió en uno de los estudios más impactantes y controvertidos en la historia de la psicología social.

El diseño del experimento era sencillo pero profundamente perturbador. A los participantes, que creían estar participando en un estudio sobre memoria y aprendizaje, se les asignaba el rol de «maestro». Su tarea era aplicar una descarga eléctrica cada vez mayor a un «alumno» (en realidad, un actor) cada vez que cometía un error en una tarea de memorización. Las descargas no eran reales, pero los maestros no lo sabían. A medida que el experimento avanzaba, el supuesto alumno comenzaba a quejarse de dolor, a suplicar que lo liberaran y finalmente simulaba desmayarse. A pesar de ello, un experimentador —una figura de autoridad con bata de laboratorio— insistía en que el maestro continuara, utilizando frases como “el experimento requiere que continúe”.

Los resultados fueron alarmantes: alrededor del 65% de los participantes llegaron a aplicar lo que creían eran descargas de 450 voltios, un nivel supuestamente letal, simplemente porque una figura de autoridad se lo ordenaba. Incluso cuando mostraban incomodidad, ansiedad e indecisión, la mayoría seguía adelante.

Este experimento reveló algo inquietante sobre la naturaleza humana: bajo la presión de la autoridad, personas comunes pueden llegar a actuar en contra de sus propios valores morales. Milgram concluyó que la obediencia no es necesariamente una muestra de maldad, sino una respuesta humana profundamente arraigada, especialmente cuando la responsabilidad parece recaer en otro.

Un ejemplo contemporáneo de este fenómeno pudo observarse durante la pandemia de COVID-19. En muchos países, la gran mayoría de la población obedeció de manera respetuosa —aunque a veces irracional— las instrucciones oficiales, como confinamientos extremos, distanciamiento social forzado o el cierre prolongado de escuelas, incluso cuando las medidas no siempre estaban claramente justificadas por la evidencia científica. Esta obediencia masiva no surgió necesariamente del miedo, sino de la percepción de que las órdenes venían de autoridades legítimas y “expertas”, lo que refuerza la vigencia de las conclusiones de Milgram.

Las consecuencias éticas y sociales del experimento son vastas. En términos históricos, ayudó a comprender cómo regímenes autoritarios pueden contar con la colaboración de individuos aparentemente normales. En el presente, sigue siendo un recordatorio incómodo de que la obediencia ciega puede tener consecuencias trágicas, ya sea en una institución, una empresa o incluso en relaciones personales.

Hoy en día, el experimento de Milgram sigue siendo debatido, tanto por su metodología como por las cuestiones éticas que plantea. Sin embargo, su mensaje esencial permanece vigente: la autoridad tiene un poder formidable sobre nuestras decisiones, y es vital cultivar una conciencia crítica que nos permita cuestionarla cuando entra en conflicto con nuestros principios éticos.

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